Este milagro demuestra que Jesús es
la Luz del mundo
(cfr Jn 8,12-20), ratificando la afirmación del prólogo: «Era la luz verdadera,
que ilumina a todo hombre, que viene a este mundo» (Jn 1,9). Jesús no sólo da la
luz a los ojos del ciego, sino que le ilumina interiormente llevándole a un acto
de fe en su divinidad (Jn 9,38). A la vez, el relato deja patente el drama
profundo de quienes se obcecan en su ceguera. Jesús se proclama la Luz del mundo porque su vida
entre los hombres nos ha dado el sentido último del mundo, de la vida de cada
hombre y de la humanidad entera. Sin Jesús toda la creación está a oscuras, no
encuentra el sentido de su ser, ni sabe a dónde va. «El misterio del hombre sólo
se esclarece realmente en el misterio del Verbo Encarnado (...). Por Cristo y en
Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de su Evangelio
nos envuelve en absoluta oscuridad» (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22). Jesús nos
advierte —y esto lo dirá más claramente en 12,35-36— de la necesidad de dejarnos
iluminar por esa luz que es Él mismo (cfr Jn 1,9-12).
En el diálogo inicial con sus
discípulos (Jn 9,1-5), Jesús corrige las opiniones en boga que atribuían la
enfermedad, y las desgracias en general, a los pecados personales o a las faltas
de los padres. Al mismo tiempo muestra, mediante la curación del ciego, que Él
ha venido a quitar el pecado del mundo, causa en último término de todas las
desgracias que aquejan a la humanidad.
«Siloé» (Jn 9,6). La piscina de Siloé
era un estanque construido dentro de las murallas de Jerusalén —al sur—, para
recoger las aguas de la fuente de Guijón y abastecer la ciudad, a través de un
canal excavado por el rey Ezequías en el siglo VIII a. C. (cfr 2 R 20,20; 2 Cro
32,30); los profetas consideraban estas aguas como una muestra del favor divino
(cfr Is 8,6; 22,11). El evangelista se apoya en el sentido amplio de la
etimología de Siloé —en hebreo, siloaj, «enviado», tal vez aludiendo al
agua, que en hebreo es masculino—, para mostrar a Jesús como el «Enviado» del
Padre. Con gestos y palabras que evocan el milagro de Naamán, el general sirio
curado de su lepra por el profeta Eliseo (cfr 2 R 5,1ss.), Jesús exige la fe en
Él. «¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! (...) ¿Qué poder encerraba
el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más
apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el
laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el
mandato de Dios, y vuelve con los ojos llenos de claridad» (S. Josemaría
Escrivá, Amigos de Dios, n.
193).
En el episodio aparecen las diversas
posturas que los hombres toman ante Jesús y sus milagros. Los de corazón
sencillo, como el ciego, creen en Jesús como enviado, profeta (Jn 9,17; cfr
9,33) e Hijo de Dios (cfr Jn 9,38). Los que se encierran voluntariamente en sí
mismos y pretenden no tener necesidad de salvación, como aquellos fariseos, se
obstinan en no querer ver ni creer, incluso ante la evidencia de los hechos. Los
fariseos, para no aceptar la divinidad de Jesús, rechazan la única
interpretación correcta del milagro. El ciego, en cambio —como las almas
abiertas, sin prejuicio a la verdad—, encuentra en el milagro un apoyo firme
para confesar que Cristo obra con poder divino (Jn 9,33): «Ciertamente Cristo
apoyó y confirmó su predicación con milagros para excitar y robustecer la fe de
los oyentes, pero no para ejercer coacción sobre ellos» (Conc. Vaticano II, Dignitatis humanae, n.
11).
El diálogo del recién curado con las
autoridades judías manifiesta que quien acepta a Cristo cumple la voluntad de
Dios. La expresión «dar gloria a Dios» (Jn 9,24) era una solemne declaración, a
modo de juramento, con la que se exhortaba a decir la
verdad.
La expulsión del ciego por confesar a
Cristo (Jn 9,34) es también una exhortación a mantenerse fieles aun cuando ser
cristiano lleve consigo ser rechazado por otros. El hecho milagroso es
igualmente válido para todos, pero la contumacia de aquellos fariseos no se
rinde ante la evidencia del hecho, ni siquiera después de las averiguaciones
realizadas con los padres y el propio ciego (Jn 9,13-23). «El pecado de los
fariseos no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en encerrarse
voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la luz, les
abriera los ojos» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n.
71).
La actitud del que había sido ciego
culmina en la confesión de la condición divina de Jesús (Jn 9,38). No parece
casual este encuentro. Los fariseos han echado de la sinagoga al ciego curado;
pero el Señor, además de acogerle, le ayuda a hacer un acto de fe en su
divinidad. «Lavada finalmente la faz del corazón y purificada la conciencia, lo
reconoce no sólo hijo de hombre, sino Hijo de Dios» (S. Agustín, In Ioannis Evangelium 44,15). Este
diálogo nos recuerda el que Jesús había mantenido con la samaritana (cfr Jn
4,26).
Ante el contraste entre la fe del
ciego y la obstinación de los fariseos, el Señor pronuncia la sentencia del v.
39. Él no ha sido enviado para condenar al mundo, sino para salvarlo (cfr Jn
3,17); pero su presencia entre nosotros comporta ya un juicio, porque cada
hombre ha de tomar frente a Él una de estas dos actitudes: de aceptación o de
rechazo. Cristo ha sido puesto para ruina de unos y salvación de otros (cfr Lc
2,34).
Las palabras de Jesús produjeron una
fuerte impresión entre los fariseos, deseosos de encontrar en sus enseñanzas
algún motivo de condena. Dándose cuenta de que se refería a ellos, le vuelven a
preguntar (Jn 9,40). La respuesta del Señor es clara: ellos pueden ver pero no
quieren; de ahí su culpabilidad. «¡Oh miserable ceguera de los ojos de vuestra
alma, pues para tanta luz estáis ciegos, y para tan grandes voces sordos, no
viendo que, en tanto que buscáis grandezas y gloria, os quedáis miserables y
bajos, de tantos bienes, hechos ignorantes e indignos!» (S. Juan de
la Cruz , Cántico espiritual 39,7). Para los que
se resisten a creer, Jesucristo será causa de perdición.